dimecres, 13 de febrer del 2013

Todo parecido con la realidad es puta coincidencia


La primera vez


José María Ánsar acababa de cumplir sus treinta y cuatro años y todavía era virgen, cosa del todo lógica teniendo en cuenta su físico tan… repulsivo. Su rostro recordaba al más siniestro y contrahecho de los monjes de “El Nombre de la Rosa”. Su pelo lustroso y grasiento, su bigote negro como un sótano olvidado y su sonrisa de pervertido coprófago no le eran favorables a la hora de relacionarse con el sexo opuesto. Todo ello, acompañado de un eterno aliento a contenedor de basura orgánica, provocaba la irremediable huida de las féminas a las que se acercaba babeando de manera subterránea.
            De todos modos, esas deformidades no eran del todo culpa suya, pobrecillo. La parte de su cuerpo que haría vomitar incluso a Jack el Destripador era su cerebro de reptil. Su mente depravada podía ir a años luz de los límites de toda degeneración.
            Viendo qué desastre de criatura le había salido, su padre pensó que ya iba siendo hora de que José María Ánsar pusiera el pajarito en remojo, para ver si así podría hacerse un hombre de provecho.
            Siguiendo una costumbre de aquellas épocas, el padre llevó a su hijo a un burdel para hacerle descubrir la vida. Escogió un lupanar barato, ya que en el caro podrían reconocerlo delante del hijo, y eso no era plan.
            El prostíbulo era asaz decadente y hedía a humanidad y a colonia barata. Estaba oscuro y lleno de humo de cigarrillos. Unas cortinas rojas, apolilladas y manchadas de vaya usted a saber de qué y cuándo, colgaban de las paredes. Cinco o seis señoritas con poca ropa, poca salud y pocas ganas de trabajar mostraban sus carnes blandas y llenas de varices; sentadas o espatarradas en unos sofás carcomidos y descoloridos.
            La madame (se hacía llamar así, pero todos sabían que era de Tordesillas) se acercó a la pareja y el padre explicó a la señora qué especie de elemento le había traído.
            La pobre señora pensó que el muchacho tenía unas necesidades de ternura que una sola de sus señoritas le podía dar. Tenía la edad perfecta y era de las pocas que utilizaba el bidet.
            José Mari subió a la habitación. Todavía estaba vacía. Las paredes habían sido blancas, pero entonces estaban verdes a causa de la humedad. El grifo del lavamanos perdía agua y se oía el ruido de cada gota cuando ésta se desintegraba. Pluf… pluf…
            Entonces entró la prostituta.
            José María Ánsar se quedó perplejo.
            —Joder, ¿mamá?


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